COMUNICACIÓN

La invención de Samuel

Por el Dr. Pablo Bolcatto (Profesor Titular UNL y divulgador de la ciencia).


Samuel Morse

 

Una verdad de ficción. Un sonido que se propaga en el vacío. La dulzura de una imagen que se difumina al pasar por el tamiz del sueño y se recupera palabra, mensaje, paréntesis, punto y guión.

Aquí, Samuel... Lucrecia, ¿dónde? Te fuiste. ¿Qué nos ha forjado Dios? Tu ausencia, tu dolorosa memoria engalanada en los ojos de nuestros hijos, y mi destino de artista que se resquebraja como un cristal de roca. Aquí, en el barco, en la íntima soledad del mar que tanto frecuento, recuerdo tu contacto, tus palabras, tus cartas y las mías y esa larga espera entre ellas. Todo fue muy rápido. Me pregunto cuánto más nos hubiésemos amado si la dilación se hubiera reducido a un breve instante. Me resisto a imaginar el sufrimiento de otros amantes con tal carencia y me desvelo para evitarlo. Ya es 1832, y después de varios años en la forja de las ideas lo conseguí; encontré el puente de contacto inmediato y a distancia.

No lo son, pero bien podrían haber sido éstas las palabras que Samuel Morse (1791-1872) escribiera en su diario personal en épocas en que daba forma a su gran invento: el telégrafo. En los albores del Electromagnetismo, la nueva ciencia de principios del siglo XIX, muchos preclaros vieron rápidamente un rico horizonte de aplicaciones prácticas directas y cotidianas de la electricidad. Entre ellos, Samuel Morse, estadounidense educado en la Academia Phillips Andover y en el College de Yale, mas con una marcada vocación por las artes plásticas que lo llevó a cruzar el océano y estudiar pintura en Londres. De hecho, su primera profesión fue la de pintor retratista y escultor y, de no haber sido por la temprana desaparición de Leticia Walker, su esposa, muy probablemente su renombre de escultor, pintor de fuste, fundador y primer presidente de la Academia de Dibujo de los Estados Unidos de América hubiese sido su recuerdo in memoriam.

La urgencia por el sustento de sus hijos lo llevó a potenciar su espíritu curioso, y empecinadamente se abocó a plasmar la idea de la comunicación instantánea entre personas. Una aparente deriva hacia una dicotomía no miscible entre la sensibilidad del artista y la del tecnólogo que no es tal, porque, ¿qué actitud más creativa uno puede imaginar que la de pergeñar un aparato totalmente nuevo, sin referencias directas anteriores y que ponga en juego controladamente singulares fenómenos físicos que muy recientemente se están reproduciendo a escala experimental? Sólo un espíritu inspirado -un autor- puede embarcarse en tal empresa. Contemplada a través de este prisma, la ciencia, en tanto generación de ideas, es sin dudas una de las manifestaciones más puras y acabadas de arte y, seguramente, los anteojos de Morse estaban fabricados con su cristal.

En tal imperio, el telégrafo -su invención- conjuga toda la belleza del ingenio práctico: un inteligente diseño de electromagnetos que el operador telegrafista controla arbitrariamente siguiendo una creativa receta para transformar estos simples cortes en el suministro eléctrico en mensaje, palabra, comunicación. El cocinero Morse reescribió el alfabeto con sólo dos signos: el punto y la raya. Así, si la «S» se escribe con tres puntos y la «O» con tres rayas; y alguien escribe: «● ● ●  — — —  ● ● ●», rápidamente hay que ir en su ayuda ya que a través de la sigla SOS está requiriendo nuestro auxilio.

Sobreponiéndose a un agotador trajín en procura de la financiación necesaria, Samuel Morse pudo transmitir el 24 de mayo de 1844 el primer mensaje telegráfico desde la Suprema Corte de los E.E.U.U. en Washington D. C. hacia Baltimore. Eligió para la gala una cita bíblica: «What hath God wrought» (Qué nos ha forjado Dios) quizás resumiendo en tal plegaria el lamento por la ausencia de su compañera y la esperanza por el advenimiento de esta nueva y maravillosa tecnología.

Como sea, vale destacar aquí que la historia reservó el cuño para grabar en letras de molde el apellido Morse no en el telégrafo en sí, sino en el código de interpretación que él conlleva; idea simiente de la contemporánea codificación binaria, madre de la era digital de las telecomunicaciones. Un mundo interconectado más rápidamente que nuestras urgencias y preparado para entrelazar sentimientos, y entonces, sí el sueño de Samuel y Lucrecia se revierte realidad.

La emoción de la coincidencia y la incredulidad de su porqué. Él ahora puede comunicarse con ella pero no sabe cómo. Su timidez y parquedad resisten y dominan la verba; no se le ocurre nada más, lo único que le surge decir hoy es: «— Mando wsp.» Y finalmente se declara con un simple:  «—   — — —   — —», o mejor dicho: «TQM».

Por el Dr. Pablo Bolcatto (Profesor Titular UNL y divulgador de la ciencia).